Doña
Agustina se despertó aquella mañana y llamó a su doncella Zulema
para que la ayudase a vestirse.
—Zulema
tráeme el vestido rojo y verde de seda con pedrería.
—Sí
señora.
La
duquesa se encontraba muy favorecida con ese traje y aquella mañana
estaba de muy buen humor y quería verse lo más guapa posible.
Zulema le ayudó a ceñir la falda sobre su cintura, para después
acoplarle el jubón sobre su esbelto cuerpo. Terminó ahuecando la
falda, al tiempo que le calzaba unas sandalias a su señora. Luego la
peinó, le hizo un moño con la larga trenza que tejió con su
generosa melena. Sobre el moño ajustó, un tocado de color rojo a
juego con los colores de la falda y el jubón que doña Agustina
lucía.
La
duquesa se contempló satisfecha frente al espejo y sonrió
agradecida a Zulema.
—La
señora está guapísima.
—Gracias
Zulema. Ya sabes que sin tu ayuda no lo habría conseguido.
—La
señora es muy bella y no necesita de mi ayuda para lucir hermosa.
—Bueno,
bueno Zulema, no vamos a discutir por algo tan banal.
Brillaba
un sol esplendoroso y doña Agustina se acercó a ver a sus hijos.
—Buenos
días mis amores —dijo al irrumpir en la habitación de juegos de
los pequeños.
Los
niños, Fernando y Rodrigo, jugaban entre ellos y la pequeña Leonor
y su hermana Inés, se entretenían arreglándose los vestidos y
peinándose los cabellos.
Los
niños dejaron lo que estaban haciendo y se abalanzaron sobre su
madre.
—¡Madre!—gritaron
casi al unísono.
Fernando
el más mayor contaba ya con diez años. Leonor la pequeña, tan sólo
cuatro. Todos la abrazaron y se dejaron besar por ella. La duquesa
disfrutaba de verlos tan felices y formales. Cada uno esperaba
paciente su turno para recibir la atención materna. Doña Agustina
uno por uno, los iba sentando en su regazo.
—Pero
Inés. ¿qué pelo le estás haciendo a Leonor? No está mal del
todo.—comentó ante el patente disgusto de la pequeña por su
apreciación.—Anda trae el peine yo se lo arreglaré.
Inés
le dio el peine y la duquesa con suma dulzura enderezó el rizo rubio
y dócil de Leonor sobre sus hombros. Mientras Fernando y Rodrigo
peleaban porque ambos querían acompañar a su padre a una cacería.
—No
hace falta que os peleéis. Los dos podéis ir con vuestro padre a
esa dichosa cacería.—afirmó doña Agustina con calma, tratando de
poner paz entre los niños.
De
pronto irrumpió Zulema en la estancia.
—Señora
acaba de llegar Monseñor.
—Gracias
Zulema. Hazle pasar a la sala principal y por favor echa más leña a
la chimenea que estos niños se van a quedar helados.
—Sí
señora.
La
duquesa se arregló el vestido y se ajustó el tocado, mientras
encaminaba sus pasos hacia el encuentro con Monseñor.
—Monseñor
es un placer recibir su visita—exclamó doña Agustina tras besar
su mano en una leve reverencia.
—El
placer es mío señora. Es usted la mujer más llena de gracia de
toda esta región.
—Agradezco
el halago doblemente por quien lo hace, pero créame, no lo
merezco—afirmó con humildad la duquesa.