De
repente se me ocurre que no estoy tan lejos de aquella niña que se disfrazaba y
vivía sus propias historias fruto de su imaginación desbordante en el jardín de
la casa de sus padres y que hacía que las piedras cobrasen vida y fueran
personajes o mascotas que formaran parte del relato que representaba en aquel
momento.
Me da
la sensación de que de nuevo estoy recreando mi propia historia, la estoy
viviendo, estoy conectando de nuevo con quien era entonces. Disfrazada esta vez
de una adulta que cumple con sus obligaciones laborales, como madre, que se lo
toma todo tal vez demasiado en serio y que no se da cuenta de que simplemente
va disfrazada y que solamente continúa jugando.
Quizás
tenga que aprender a darme cuenta, posiblemente tenga que recordar que todo es
un juego en esta vida, que todo lo que realizamos es la representación de una
función. Interpretamos un papel que nos han asignado o que nosotros mismos
elegimos en la obra de nuestra vida, en nuestra pequeña obra, en nuestro
pequeño teatro con los personajes más cercanos: el de villana, el de
triunfadora, el de luchadora, el de emprendedora, el de bella, el de gentil, el
de deprimida, el de loca, para finalmente simplemente transitar por esta vida y
aprender lo necesario para transitar por la siguiente y así una y otra vez, una
y otra vez.
Nada
ha cambiado en realidad. Sigo disfrazada jugando, dando vida a mi propia
historia y dando vida a todas aquellas cosas que creo forman parte de mi
realidad, adjudicándoles los papeles en la función que considero oportuno para
mi deleite y disfrute, en el pequeño teatro de la historia de mi vida.