Ella le regaló una brújula y unos
prismáticos. La brújula para que nunca perdiera el norte, para que siempre
supiera dónde estaba, para que no perdiera de vista sus horizontes. Los
prismáticos para que su panorámica sobre las circunstancias, las personas y los
acontecimientos que surgían fuera mayor, lograse llegar a verlo todo desde
varias perspectivas.
Él le regalo un libro con las hojas
en blanco para que lo llenase de historias que a ella tanto le gustaban
escribir y un montón de joyas para que nunca olvidara lo valiosa que era y todo
lo que merecía en esta vida.
Con el tiempo la relación que los
unía sucumbió a las imposiciones que suponían las expectativas que cada uno de
ellos proyectaba sobre el otro y a la negativa que cada uno recibía de no poder ser uno mismo para poder permanecer en la relación.
Sus caminos se bifurcaron, fueron
felices y profundamente desgraciados juntos y en su último adiós no podían
todavía creer lo que les había ocurrido.
Fue una lección de la vida. Una
lección hermosa y terrible a un tiempo, pero con extraordinarios y transcendentes
frutos y aprendizajes.
Ella por fin volvió a ser quien era
y llegó a ser quién siempre quiso ser desde el principio de los tiempos. El continúo
buscándose en el reflejo de otra mujer sin pensar que había otros caminos.
Ya no se extrañan, pero no se
olvidan ya que dos hijos los unen para siempre.
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