Verbalizar
la cólera, la ira o su hermano menor, el enfado, es algo que no está
bien visto en la sociedad en la que vivimos. Sin embargo, verbalizar
el enfado,
comunicar aquello que nos disgusta y nos duele, nos libera de nuestro malestar a la vez que hacemos partícipes a los otros de nuestro estado de ánimo. Poner palabras a lo que sentimos, si en este caso es negativo, nos hará sentir mal en un primer momento. Parece que no tenemos derecho a que nada nos afecte negativamente, todo tiene que ser maravilloso y gozoso, lejos de la realidad plagada de claroscuros.
comunicar aquello que nos disgusta y nos duele, nos libera de nuestro malestar a la vez que hacemos partícipes a los otros de nuestro estado de ánimo. Poner palabras a lo que sentimos, si en este caso es negativo, nos hará sentir mal en un primer momento. Parece que no tenemos derecho a que nada nos afecte negativamente, todo tiene que ser maravilloso y gozoso, lejos de la realidad plagada de claroscuros.
Más
allá de esta encorsetada concepción, verbalizar el enfado tiene una
sana utilidad: nos libera del dolor y del resentimiento y nos acerca
a los otros al darles acceso a aquello que ocurre en nuestro
interior. Bien, nos hemos enfadado, hemos sido capaces de poner
palabras a nuestros sentimientos (y no estoy hablando de gritos y
acusaciones sin sentido, de insultos e improperios improcedentes).
Dejamos ir ese sentimiento de enfado, que ya ha cumplido su cometido
y recuperamos la calma y la serenidad. Ahí reside el poder sanador
de las emociones (incluso las negativas), si son bien canalizadas en
su expresión.
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