Él
tenía una cara cenicienta, sin colores, grisácea, sin brillos,
mate, sin expresión, solo una mueca de hastío sujetaba el conjunto.
Un gesto de cansancio, de asco, de desesperanza y de desilusión,
delataba que se sentía sin ganas de vivir. Esa cara cenicienta no
la quiero para mí. Una cara gris, como si una neblina plomiza hubiese
cubierto su rostro. Él había llegado a ser incapaz de
disfrutar de la vida, había llegado a sentir que el aburrimiento y la desgana por
todo y hacia todo era su ley, era lo que guiaba su vida. No, no
quiero esa cara cenicienta para mí. Aunque entendí cuantos días de
tristes pensamientos y desesperadas conclusiones habían sido
necesarios para tornar gris una piel sonrosada. ¿Cuántas renuncias,
cuántas desilusiones hacen falta para perder el color? ¿Para no
tener ganas de mover un musculo de la cara para sonreír, o mostrar
asombro, placer, dolor, admiración?
No
quiero esa cara cenicienta para mí. No la quiero para nadie. ¡Qué
nadie se rinda! ¡Qué la vida es lucha, es sueño, es esperanza, es
ilusión!
Seamos
capaces de contemplar la cara amable de la vida, que siempre la tiene
y sonriamosle. Retengamos esa imagen en nuestra retina como si fuera
una foto preciosa, como si fuera un cuadro digno de nuestro aprecio y veneración. Como si fuera que lo es, la inspiración para días
mejores, la motivación para otros pensamientos, otras acciones…
Para mantener una cara sonrojada, con expresión inocente, con la
inocencia del que todo lo espera y se siente como un niño al que
todavía la vida no le ha entregado su regalo más preciado y
continua a la expectativa de su llegada.
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